REGIONES / Nacieron sanos, pero de un pronto, un día, la enfermedad los ha condenado al silencio, una vida vegetativa. / En Vega de Alator...
Crónica de Misantla / Vega de Alatorre, Ver.- Los niños que habitan en las inmediaciones de la planta nuclear de Laguna Verde están enfermos de parálisis cerebral y cuadraplejía.REGIONES / Nacieron sanos, pero de un pronto, un día, la enfermedad los ha condenado al silencio, una vida vegetativa. / En Vega de Alatorre, la población vive días adversos, difíciles, con el menosprecio de la planta nuclear.
Viven las horas de cada día tirados en la cama.
Hijos de padres, abuelos y bisabuelos... pobres.
El padecimiento los ha condenado a una baja, terrible, lamentable, calidad de vida.
La mayoría carece de Seguro Popular. Y de todos, uno, dos, quizá, reciben servicio médico especializado. Quisieran sus padres tener unos centavitos para pasar los días y las noches con dignidad.
Cada hora del día la pasan reducidos al silencio. Muchos, sin hablar, sin poder expresarse, más que a través de una mirada triste y angustiante, desesperada para hacerse entender.
Están flacos. Flaquitos, mejor dicho. Cuerpo, pecho, piernas, extremidades superiores e inferiores, reducido a puro huesito.
Nacieron sanos, pero de pronto, un día, sin que los padres puedan explicarse el origen, la razón, la causa, la vida adversa los paralizó.
Unos, no caminan. No hablan. Si acaso se la pasan sentados en un viejo sillón que un vecino les regalara.
Otros, son huérfanos. Y quedaron bajo la custodia de los abuelitos.
Un niño, amarrado a un sillón para evitar que en un descuido se caiga, tiene inmune todo el cuerpo, desde el occipital hasta el messorcardio. Pero en sus ojos hay vida, curiosidad, latidos, alientos, porque los ojos nunca envejecen.
Otro niño, postrado en un viejo sillón que se desmorona, tapado con dos sábanas a las doce del día cuando el sol incendia el cuerpo, mira un punto del infinito. El pelo largo, creciendo en tierra fértil, la mirada se pierde en el silencio.
Otro niño, manos y pies flaquitos como una canilla, juguetea con la mirada. Los ojos grandes, enormes, preguntan, pero de los labios ninguna palabra escapa. Hay vida en los ojos traviesos, aun cuando día y noche la pasa en la cama con la colchita arrugada, que es su mundo.
Un niño, cubierto el cuerpecito con un sarape grueso, playerita de manga larga, topa la mirada con el techo de su casa pobrísima. Y en vez de palabras de su boca emana un sonido, un ruidito, un quejido.
Un niño pasa el día de la siguiente manera: acostado en la cama rodeada de protecciones de madera para que no caiga al suelo. Las manos siempre las tiene entrelazadas. Los pies, en un triángulo, sin rozarse. Distanciados. Cada pie por un rumbo diferente.
Impresiona, sorprende, impacta, la mirada de angustia de una niña adolescente. Es una mirada triste. Cubierta en primavera en todo el cuerpo como si fuera un crudo invierno, la carita redonda de la niña observa de soslayo. La parálisis cerebral no la deja vivir.
El niño está sentado en una silla de madera que un señor de la montaña pasó vendiendo. Atrás del niño, sobre una mesita de madera, hay una estufa portátil con dos hornillitas rústicas y dos ollitas vacías. El niño sonríe. Pero es una risa mecánica. Digamos, inexpresiva, sin corriente alterna.